25 abr 2008

PRIMERA EXPERIENCIA ESTÉTICA

Manuel Pérez Aguado ha dibujado en la pizarra dos viñetas para ilustrar lo que va a ser su primera clase de literatura. En la viñeta A se ve un corral donde hay un árbol bien frondoso. Claro que, en realidad, es un arbusto: “arbusto celastráceo empleado para formar setos”, según el diccionario de María Moliner. El árbol, o el arbusto, tiene un nombre precioso: evónimo, y también se llama bonetero de Japón. Debajo del evónimo hay un niño y una vieja sentados en sillitas de paja. La vieja es menuda y de lutos muy limpios. En su nitidez milimétrica, parece como descrita por Azorín, y así le hubiera gustado a Manuel Pérez sacarla en el dibujo, porque así es como la vieja, que es su abuela y se llama Francisca, pervive en el recuerdo. El niño es el propio Manuel con seis o siete años. Hay también algunos pájaros cantores, y al fondo se ve un campanario con un reloj. La escena ocurre hacia 1955 en un pueblo de Extremadura que tiene también un nombre muy lucido: Alburquerque.

Pero lo que importa al caso es que la vieja le está contando un cuento al niño. La historia trata de un pescador que un día naufraga, baja al fondo del mar, se casa allí con una princesa y, durante un año, vive feliz en aquel reino submarino. Todo eso sucede en un país lejano y en los tiempos remotos de Maricastaña. Pero luego el pescador empieza a sentir nostalgia de su vida anterior y pide permiso para regresar a su aldea y pasar unos días con su antigua familia terrestre. La princesa acuática intenta disuadirlo, suplica, llora, lanza veladas amenazas, pero él se obstina erre que erre en el viaje. Regresa, pues, a lomos de un tritón, y descubre que, allí arriba, han transcurrido trescientos años. No reconoce la aldea, y todos sus parientes han muerto hace ya siglos. Quiere entonces volver a su reino, pero no encuentra el camino, y a la orilla del mar se convierte de golpe en un viejo de trescientos años, y muere enajenado, como el rey Lear. En la viñeta B, Manuel Pérez ha dibujado la aldea y el reino del reino submarino, todo ello envuelto en un marco ondulado, para que se note bien que, frente a la viñeta A, ese mundo es ficticio, y pertenece solamente al relato.Dentro del cuento, naturalmente, había algunos ruidos, que el niño oía con la imaginación: las palabras de los personajes, el canto de las sirenas, las voces lejanas de los marineros y, sobre todo, el trajín de las olas. Fuera del cuento había también otros ruidos, como por ejemplo las campanadas del reloj, el piar de los pájaros y, sobre todo, el rumor de las hojas del evónimo, que parecía sumarse al relato con sus cuchicheos y sus repentinos silencios. Quien haya escuchado alguna vez una historia de miedo habrá tenido la impresión de que, en efecto, los ruidos del mundo real se van incorporando, por sugestión, al mundo imaginario. Y al revés: un crujido en el pasillo nos invita a pensar que el asesino se ha salido del cuento y viene en nuestra busca. Ahí lo tenemos ya, y según se acercan sus pasos, los límites entre la realidad y la ficción se desvanecen y confunden.Y luego ocurrí otra cosa: que al niño Manuel le pasaba exactamente lo contrario que al pescador, porque si éste, al volver a su aldea, descubre que durante su año de estancia en el mar han transcurrido en tierra trescientos años, aquel descubría que al regresar de los muchísimos años de la ficción (o del único año, según se mire), en la vida real sólo habían pasado los quince o veinte que su abuela había tardado en contarle la historia.Y había, además de los ruidos y el tiempo, un tercer motivo de perplejidad: el pescador, al subir a su aldea, se encuentra con que las cosas ya no son las mismas de antes. Del mismo modo el niño, al volver del reino fabuloso del cuento a la aldea de la realidad objetiva, descubría que también en las cosas del corral se habían producido cambios inquietantes. Y así, por ejemplo, resultaba que el evónimo estaba ahora contaminado por la ficción. El evónimo (con su rumor, sus sombras, sus sigilos) comenzó entonces a ser para Manuel algo más que un árbol o un arbusto. Verlo y escucharlo a cualquier hora (incluso en el recuerdo de ese instante) era y es como rememorar el mundo de las realidades ficticias. El rumor de sus hojas ya será, para siempre, algo más que eso: son también las olas del mar, bajo las cuales hay un reino secreto.Al cabo del tiempo, Manuel Pérez piensa que, en su primera experiencia estética, le ocurrió algo muy semejante a don Quijote. Porque es de suponer que don Quijote, al inicio de su locura, debió de sufrir la impresión de que la silueta de un molino de viento se desdibujaba para tomar la forma, todavía vaga e intermitente, de un ferocísimo gigante. Algo así le pasa también a los borrachos, que ven las cosas desdobladas, con la diferencia de que en los borrachos las imágenes son exactamente iguales (donde hay un molino ellos ven dos), y en el vislumbre estético las dos imágenes se superponen y gravitan entre ellas hasta confundirse en una plural: un molino que es también un gigante, un rumor de hojas que es a la vez un rumor de olas. Eso se llama metáfora, y nadie expresa mejor ese fenómeno prodigioso que Cervantes: don Quijote lee, lee y lee. Un día levanta los ojos del libro y, oh maravilla, he aquí que en el mundo cotidiano se ha obrado una metamorfosis, como le pasó al pescador al volver a su aldea, como le ocurrió al niño Manuel al acabar el cuento que una vieja le contó debajo de un evónimo. Baciyelmo.

Manuel Pérez Aguado ha invitado a sus alumnos a imaginarse que las dos viñetas de la pizarra se unen y mezclan formando una sola, como los fundidos en el cine, o como la realidad y el sueño cuando estamos en duermevela.Ha seguido un silencio entre cómico y solemne, como suelen ser los silencios escolares. “¿Alguna pregunta?” En el último instante, un muchacho sube un brazo tan alto como puede: “¿Eso entra en el examen?” “Naturalmente”, ha dicho el profesor. “Todo arte participa de la realidad objetiva. ¿Qué sería del Quijote si se eliminasen en él a Sancho, a Sansón Carrasco, al barbero y al cura? ¿Qué sería del cuento del pescador sin el humilde evónimo y la rutina de las campanadas de la iglesia?” Unos segundos de estupor.“Entonces, ¿entra o no entra?”Manuel Pérez se toca el rostro, se hace una máscara con sus manos letradas.“Entra.”

1 comentario:

Katira dijo...

Luis Landero nació en Alburquerque (Badajoz), en 1948. A los doce años marchó a Madrid con su familia, donde trabajó en una tienda de ultramarinos, una central lechera, como mecánico y como guitarrista flamenco, hasta que comenzó sus estudios universitarios. Licenciado en Filología Hispánica, ganó las oposiciones a profesor de instituto, aunque siempre soñó con ser jugador de ajedrez, explorador, guitarrista, actor o escritor, sueño este último que finalmente se ha cumplido gracias a su constancia.
Es un apasionado por la naturaleza. En el campo pasó su infancia, y ha defendido la necesidad de vivir el presente, llenando el tiempo con cabeza y voluntad [declaración 1], ya sea mediante la afición a la literatura o a las mariposas.
Tras su primera novela, Juegos de la edad tardía, abandonó su trabajo en el instituto después de veintidós años. Ahora, además de escribir, enseña Historia Literaria del Teatro en la Escuela de Arte Dramático. Antes había sido profesor ayudante de filología francesa en la Universidad Complutense de Madrid.